CUATRO CLASES DE SEPARACIÓN

 

 

por: Yelinna Pulliti Carrasco

 

 

 

 

La doctora despidió a su paciente y cerró la puerta del consultorio. Estaba agotaba, había sido una mañana ardua, pero se consoló pensando que la mayoría de sus pacientes eran Clase A.

- Doctora... llamó tímidamente su ayudante, asomando la cabeza por la puerta del consultorio - afuera están unas personas que...

- la siguiente cita está programada para dentro de noventa minutos, Gary - le interrumpió - que le digan sus nombres a la computadora, luego les enviaré un mensaje acordando la hora de la consulta.

- Pero doctora... - insistió Gary - es muy urgente, su hijo... un bebé...

- Está bien - le dijo mientras intentaba acomodar su largo cabello negro - ¿de qué Clase son?

- Clase D.

- ¿Clase D?

La doctora permaneció pensativa. No le gustaba atender a los Clase D, y era algo que jamás había vuelto a hacer desde que se graduó de la Facultad de Medicina. Ella cobraba en función a los ingresos económicos de cada paciente, y en una sociedad dividida por el dinero los Clase D estaban al fondo en la escala social. Generalmente apenas podían leer o escribir, y no sabían hacer otras labores que las manuales. ¿Pero qué trabajo queda para un obrero, obrera o sirviente sin educación en una sociedad supertecnológica, superautomatizada? El mundo se dividía en quienes estaban aptos para el trabajo y quienes no. Y quienes lo estaban eran aquellos que usaban su intelecto, su talento, su lógica, su creatividad, su educación... y si podían pagarse ese privilegio.

Quienes no podían, eran condenados a ser parias por el resto de sus vidas.

La doctora los vio en su mente: sucios, miserables. Los Clase D generalmente nacían, vivían y morían en la escoria. Se escondían en los basureros y buscaban su comida allí, o la robaban. Morían todos los días de las más diversas enfermedades, producto de la mala alimentación y el ambiente insalubre donde pululaban y, lo que era peor, donde parían a su prole. Nadie sabía cómo, pero su propia ignorancia hacía que se reprodujeran de tal modo que podían compensar al gran número de los que morían. 

- Como animales - se dijo la doctora.

- ¿Los dejo pasar? - le preguntó Gary.

- ¿Que?

- Le preguntaba si debía dejarlos pasar, doctora.

- Pregúnteles qué es exactamente lo que tiene su hijo.

Gary salió. La doctora cruzó los brazos, molesta. Ella no podía darse el lujo de atender a cuanto pordiosero le tocara la puerta de su consultorio. Ella cobraba por consulta y tenía que pagarse la comida, la ropa que llevaba puesta y el material con el que trabajaba. Debía pagar una casa y la escuela de su hermana menor. Simplemente no podía, aunque lo deseara, atender gente de la Clase D, no tendrían forma de pagarle.

Movió la cabeza negativamente.

Desde donde estaba, pudo oír, lejana, la voz de su ayudante y el llanto de un bebé, creyó oír también las súplicas de alguien.

Gary regresó.

- ¿Y? - le preguntó ella.

- El bebé está muy mal - lanzó un suspiro - tiene una herida en un pie. Una infección grave. 

- ¿Tienes idea de cómo hicieron para llegar hasta aquí?

- No, pero dijeron haber recorrido toda la ciudad. Ningún médico quiso atender a su hijo.

- Es lógico, tratándose de la Clase D. Pero es imposible que hayan recorrido toda la ciudad. La Policía Gubernamental los habría atrapado.

- Saben cómo esconderse de la Policía.

- Sí, tal y como hacen las ratas.

- ¿Ratas? - le preguntó Gary incómodo por el tono despectivo de la doctora - ¿Realmente cree que fue justa La Ordenanza? 

- ¿Cuál? ¿La de hace diez años? ¿en la que el Gobierno desterraba de las ciudades y zonas pobladas a los de Clase D so pena de encarcelamiento? En sí nos facilitaron las cosas a nosotros. Después de la introducción masiva de maquinaria a las fábricas, de robots obreros a las líneas de producción, de sirvientes robot a las casas y a las empresas, quienes no sabían hacer otra cosa quedaron en la calle, ¿recuerdas? no podías andar dos pasos sin encontrar gente pidiéndote dinero o intentando robártelo. Se convirtieron en una lacra, el Gobierno hizo lo correcto, nada más. 

- Claro, en un mundo donde cuánto ganas determina qué tan humano eres.

- ¿Qué insinúas, Gary?

- Nada, nada - respondió moviendo las manos - sólo quería saber si debía dejarlos pasar.  

- ¿Qué crees que deba hacer?

- Es un niño de un año, morirá si no se lo atiende.

- Morirá de todos modos, capaz viven en una cloaca.

- ¿Debo dejarlos pasar? - insistió Gary, pero no en el tono de una pregunta, si no en el de una orden.

- ¿A qué viene tu insistencia? ¿No me digas que te conmueven? - la doctora se golpeó la frente con la mano - Gary ¡por favor! Son desterrados sociales, no les debemos nada, y si la Policía se entera de que los he atendido en lugar de denunciarlos...

- La Policía no los atrapó hasta ahora, tal vez porque se figura que su misión es perseguir animales salidos de la basura y no de gente capaz de pensar en cómo esconderse de ellos.

A la doctora empezaba a exasperarle el tono que usaba su ayudante. Si el Gobierno había desterrado a los sectores improductivos, a toda la Clase D, era para hacerles el ambiente más habitable a aquellos que mantenían la economía andando. ¿Era tan difícil comprender eso?

- Eliminar lo que no sirve - dijo Gary con sorna - Hermosa propaganda la del Gobierno ¿verdad? Hasta los empleaditos de la Clase C se la tragaron.

- ¡Eso fue hace diez años, Gary! - rezongó - ya en ninguna parte se transmite esa propaganda gubernamental.

- Claro que no. Ahora se enseña en las escuelas.

- ¿Crees que la educación es mala sólo por mantener la economía? también se enseña que se puede llegar a la Clase A trabajando duro. Así fue cómo llegué a poner este consultorio, Gary. No me lo dieron por atender a gente que no me podía pagar. 

- a los Clase D ni siquiera se les da la oportunidad de aprender lo mínimo para acceder a esa economía que con tanto entusiasmo menciona.

Ella lo miró furiosa.

- ¿Perderías tu tiempo con ellos? ¡Sólo míralos! ¡Si es como si les gustara vivir en esas condiciones! paren crías como si disfrutaran viéndolas jugar entre las moscas y la porquería, como si fueran felices viéndolos morir de hambre. Si fueran inteligentes se dejarían de esas cosas.

- Es todo lo que conocen. Nadie les ha enseñado otra forma de vivir.

- Ah ¡vaya! - exclamó la doctora sonriendo con sarcasmo - y es ahora que descubro que tengo a un defensor de la Clase D justo dentro de mi propio consultorio. ¡Despierta, Gary, por favor! Los últimos como tú, que hablaron a favor de la Clase D, se callaron cuando descubrieron que era seguro caminar por la calle.

- Éstos han cruzado la ciudad entera, bajo el peligro de arresto, sólo buscando un médico para su hijo.

La doctora estaba a punto de amenazar a su ayudante con despedirlo si no se callaba cuando, de pronto, llegó hasta ellos el llanto de un bebé.

- ¡Demonios, Gary! ¿por qué no los echaste apenas llegaron?

Ella entreabrió la puerta un par de centímetros y el llanto llegó con más claridad. Ella lo reconoció, no era un llanto de hambre o fastidio, si no de sufrimiento.

- ¡Cinco minutos! - gritó rabiosa - ¡diles que les doy cinco minutos y que se larguen!

Por un instante, creyó ver una sonrisa en el rostro de su ayudante.

Un minuto después éste regresó con un hombre y una mujer, mal vestidos y de aspecto asustado. La mujer traía en los brazos a un niño flaco y pequeño, con una grave hinchazón supurante en el pie derecho.

- Pónganlo en la camilla - les ordenó ella.

Lo revisó, definitivamente ese niño iba a morir sin asistencia médica. E iba a morir igualmente si no se le inyectaba estreptomicida de inmediato. Ahora la doctora estaba ante un nuevo dilema: dar por satisfecha su caridad con la consulta y decirles a los padres que era todo lo que se podía hacer o hacer el sacrificio de sacar de su armario el antibiótico que necesitaba, usarlo en ese hijo de mendigos y ponerlo a su propia cuenta. Ya esto le parecía demasiado.

- Señores... - les empezó a decir a los padres, éstos la miraron con los ojos vidriosos, se los veía agotados, encogidos de miedo, humildes, tan humildes como perros.

- Señorita - le empezó a decir el padre, suplicante - salve a nuestro hijo. Es todo lo que tenemos, lo único que nos da fuerzas para vivir y seguir adelante. Es la única razón por la que nos levantamos cada mañana e intentamos cultivar unas cuantas hierbas en la tierra seca. Fue lo que me hizo construir una casa con tablas en medio de la nada y por la que recorrimos la ciudad, escondiéndonos, para llegar hasta aquí y pedir ayuda. 

La voz se le quebró al oír los sollozos de su esposa. La abrazó. 

- ¡Ayúdelo, por favor! - suplicó la mujer.

La doctora no sabía cómo esconder su desagrado ante la Clase D, especialmente si esta misma Clase D se le ponía delante con sus rastreras súplicas. 

Miró de reojo a su ayudante sin saber qué hacer, pero la mirada que le devolvió éste era dura, como la más severa de las reprimendas, como si él, apenas un recién ingresado a la Facultad de Medicina, se atreviera a reprocharle a ella, toda una doctora, el que dudara si debía o no ayudar a esos Clase D. 

- Gary - pensó ella - juro que después de ésta te despediré.

Maldiciendo en su mente, fue hasta el armario y sacó una jeringa y una ampolla de estreptomicida.

Se acercó al niño con la aguja, al notar que los padres, con lágrimas en los ojos, iban a deshacerse en agradecimientos, les dijo con dureza:

- Ni una palabra, si dicen una sola palabra los echaré de aquí. Callados y déjenme hacer mi trabajo.

Ordenó a la madre sujetar a su hijo mientras ella le inyectaba el líquido incoloro. 

- Esto bastará para que se cure - iba diciendo - no se preocupen si tiene algo de fiebre. Y por favor, no vuelvan a dejarlo jugar donde se haga daño.

Echó a la basura la aguja y la ampolla vacía.

- Gary, muéstrales la salida.

Al salir, ellos le dirigieron a la doctora una mirada de profundo agradecimiento, ella se sintió incómoda. Había cedido tontamente a los reproches del ignorante de su ayudante. ¿Qué no tenía él idea de cómo funcionaban las cosas? Ahora sólo faltaba que se corriera la voz entre los Clase D que había una doctora de la Clase B que atendía de forma gratuita a cuanto miserable tocara a su puerta, y encima que empezaran a venir a diario. Sólo faltaba eso. 

Su ayudante regresó.

- Gary, eres un... cierra la puerta ¿quieres? ¿Te das cuenta de que no le he hecho ningún favor a ese niño? Se lo hice a los padres, pero ellos no son más que unos pobres imbéciles. Si tuvieran verdadera conciencia de la clase de vida que le espera a su hijo lo hubieran dejado morir. ¿vale la pena permitir que un niño crezca entre la miseria y la inmundicia? ¡Dímelo! le hacías un favor, por humanidad como tú dices, a ese niño si los hubieras echado de aquí desde el principio. Pero lo que le espera... hubiera estado mejor si muriera como tantos otros en lugar de una vida así, miserable, sin dignidad de ningún tipo. Mañana se hará otro corte y el próximo doctor denunciará a sus padres y todos morirán en una cárcel del Gobierno. 

- Doctora...

- Gary, si vuelves a permitir que cualquier Clase D entre aquí te despediré, y no sólo eso: te denunciaré con la Policía, por complicidad con la Clase D.

- Sí, tal vez me lo merezco.

- Mereces que te despida ahora mismo.

Gary abrió la boca para contestar pero desde la calle se oyeron gritos y el sonido de una pelea.

Ambos corrieron hacia la ventana.

- Es la Policía Gubernamental - se le escapó a Gary.

A unos diez metros de ellos, dos policías con el uniforme gris del Gobierno golpeaban al padre del niño que la doctora curara minutos antes. Otros dos policías tenían a la mujer cogida del cabello y, a empujones, la arrastraban hacia un enorme camión con la letra D pintada en los costados. La mujer intentaba proteger a su hijo de los policías. Su llanto se oía por toda la cuadra. A los tres los arrojaron bruscamente al interior del vehículo. 

Lo último que vieron fueron sus caras ensangrentadas antes de que se los llevaran.

- ¡Te lo dije Gary! - gritó la doctora - ¡No les hacíamos ningún favor!

Se tapó la boca con la mano, las lágrimas le corrían por el rostro.

- Lo siento, doctora, es que yo...

- ¡Admitido! El Gobierno hizo mal al desterrarlos en lugar de hacer algo mejor con ellos. Pero así son las cosas ahora. Júrame que, por humanidad, por proteger a la gente de la Clase D, a los próximos que vengan hasta aquí, los echarás de inmediato.

- Prometido, prometido. Yo sólo creía hacer algo bueno.

Se pasó la mano por los ojos.

- ¡Basta! - dijo la doctora limpiándose el rostro. Miró su reloj.

- En quince minutos estarán aquí una familia de Clase A, no conviene que nos vean así.

- Sí, doctora.

- Ayúdame a poner un poco de orden aquí.

- Sobre la estreptomicida, quería decirle que yo...

- Olvídalo, yo la pagaré.

 

 

 

 

 

 

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