Exorcismo Público

 

por: Yelinna Pulliti

 

 

- Fue por su culpa, ése maldito...

Hilda se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar.

- No es la primera, ni será la última - pensó el Psiquiatra, rodeándola con sus brazos. Después de una guerra tan prolongada, había aún muchas heridas abiertas. Las viudas que él trataba eran sólo un pequeño grupo de las innumerables víctimas de tanta violencia. Hundidas en la desesperación, la pena o el rencor, llegaban hasta él clamando ayuda.

Algunas solas, otras con una familia por la qué velar, todas tenían en común el desamparo, no sólo material, en el que habían quedado.

La historia de Hilda era sólo una más entre tantas. Su esposo había ido a la guerra por incitación de un amigo, después que éste le llenara la cabeza de arias a la patria y al honor. Orgulloso, el esposo había partido para nunca más volver, mientras el amigo permanecía en la seguridad de la capital, convenciendo a otros, desde la comodidad de su oficina.

- Tiene las manos cubiertas de la sangre de mi esposo - repitió Hilda, como otras tantas veces - y también de mis lágrimas.

Aquellas palabras ya eran casi una plegaria para la pobre mujer.

Otra historia entre muchas, pero que escondía tras de sí un dolor humano, real.

- Quiero extirparme este sufrimiento - balbuceó - quiero dejar de odiar...

El Psiquiatra entendió, era la única forma en que ella podría continuar con su vida.

- ¡Quiero dejar de sentirme tan sola!

Podía percibir cómo su desdicha estaba acabando con ella.

- Las víctimas indirectas, las que nadie reconoce - solía pensar él - héroes de cartón que fueron a morir absurdamente dejando a sus viudas e hijos. Como éstos nunca pisaron el frente, nadie vela por ellos ahora.

Tenía un compromiso personal, su propio hijo también había encontrado la muerte en el campo de batalla.

Intentaba cerrar heridas, ayudar a reconstruir vidas, pero ya dos de sus pacientes se habían suicidado. La soledad había terminado por vencerlas, después de meses de verse abandonadas por una sociedad que sólo tenía ojos para los héroes que volvían cargados de medallas y honores.

Dejó a Hilda llorar todo lo que quisiera.

 

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Personaje público, íntimo del Presidente y de ministros, reconocido por sus esfuerzos por defender la Patria y haberle dado tropas al ejército, el Amigo se enorgullecía de sí mismo. Su oficina, su despacho, la sala de su residencia, habían sido cuarteles de reclutamiento donde él, con sus palabras fluidas y casi poéticas, llenas de viril orgullo, convenció tanto a trabajadores de saco y corbata como a humildes obreros a luchar ofreciendo su sangre para defender el santo suelo patrio. Se consideraba a sí mismo defensor y héroes de los valores nacionales, y siempre se le veía saludando a la bandera en la Plaza Mayor.

Los maestros de escuela lo consideraban un ejemplo a seguir y exhortaban a sus estudiantes a ser como él. Para los eruditos, él era el hombre que hacía la historia e inspiraba a futuras generaciones. Los historiadores ya trabajaban en su biografía, y diputados buscando la reelección le ofrecían sus favores.

En entrevista televisada, había mencionado su pena por los caídos en combate, pero también su felicidad porque, al final, su país había ganado la guerra. Tras un prolongado discurso, había colocado coronas de flores en las tumbas de los soldados muertos, y varias medallas póstumas en las de los generales de más alto rango.

Y el evento había sido visto por toda la nación, incluida a la solitaria Hilda.

- Bastardo. - murmuró ésta.

Mientras tanto, el Amigo estrechaba la mano del Presidente y del Ministro del Interior.

   

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- ¿Qué me importa que mi país haya ganado si ahora mi casa está silenciosa y triste? - gritaba ella en otra ocasión en el consultorio del Psiquiatra - ¿de qué me sirve el orgullo nacional si ahora estoy sola, y casi en la miseria? ¿vendrá el Presidente a consolarme? ¿volverá mi esposo a hacerme compañía?

Sentía que el dolor la estaba volviendo loca. Al Psiquiatra le herían sus palabras. Cada vez era más difícil mantener la moral alta pues el país había entrado en recesión económica a raíz de la guerra, los precios de los alimentos subían sin parar. El sistema de salud estaba paralizado, el Psiquiatra no tenía qué recetar excepto paliativos y placebos. Otra de sus pacientes había dejado de asistir a sus consultas. Días después se enteró que ella se había arrojado al río que cruza la ciudad.

Intentó consolar a Hilda lo mejor que pudo, la escuchó, la trató tanto como a una persona enferma y como a un ser humano que estaba sufriendo, la cogió de las manos hasta que cayó la noche.

- Dime ¿de qué te sirve toda tu ciencia ahora? - se preguntó él -¿De qué te sirven tus diplomas y tu conocimiento, si no puedes mejorarle la vida a una sola de estas mujeres? Al contrario, las vas perdiendo una por una.

Hilda dejó de sollozar. Una hora después se despidió del Psiquiatra y regresó a casa.

 

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- Él no hubiera querido verte así de triste - Se decía Hilda frente al espejo, noche tras noche.

Recordó cuando recibió la noticia de la muerte de su esposo. Ella estaba cosiendo en su sala cuando le llegó la carta con el lazo negro. Entonces había cogido el crucifijo que colgaba de su puerta, al que tanto le había rezado rogando por su regreso, y lo arrojó contra la pared, haciéndolo pedazos. Los trozos nunca los barrió y se fueron llenando de polvo.

Pasaron los meses e intentó mejorar su ánimo poniéndose sus vestidos casi nuevos, hablando con otras personas de lo triste que se sentía, de cuánto extrañaba a su esposo. A cambio recibía rostros benevolentes y miradas de comprensión. No servía de mucho, todos habían perdido a alguien. No eran más que un grupo de personas intentando curarse sus heridas lamiéndoselas mutuamente.

No eran de ayuda en aquellos momentos, en su cuarto a oscuras, cuando Hilda recordaba y caía al suelo, llorando hasta la inconciencia.

O cuando se clavaba el cuchillo de la cocina en las manos, intentando aplacar su dolor.

Y así pasaban los meses, cubriendo de olvido las tumbas de quienes jamás lograron regresar.

Y mientras tanto Hilda convertía en tumba su propia casa, perpetuando el luto hasta hacerlo casi eterno. 

 

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Fue después del suicidio de otra de sus pacientes cuando el Psiquiatra decidió cerrar su consultorio. Se alejaría de la ciudad, iría al campo, a la montaña, a intentar curarse él mismo también. Ya era viejo, y pasar el resto de sus días contemplando un paisaje idílico era infinitamente mejor que seguir intentando lo imposible: reparar lo que la guerra había roto.

 

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Hilda contemplaba lentamente el deterioro de su propio cuerpo, los años que pasaban sin sentirse. Para muchos, la guerra ya era algo perteneciente al pasado, la sociedad había vuelto a su plena actividad. Llegó un día en que las amistades desaparecieron y el deterioro de su alma se hizo visible en el deterioro de su vivienda. Ella se aferraba al pasado con desesperación, pues su vida había quedado congelada el día que recibió una carta con un lazo negro. 

 

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Y mientras el Amigo hablaba ante cámaras en la Plaza Mayor, disfrutando de los favores de diputados y grandes empresarios, entre camarógrafos y reporteros, Hilda se abría paso entre la multitud a codazos. Ya sin nada porqué vivir, vieja e inútil, sin tener ya al Psiquiatra que tan compasivamente la había escuchado durante tanto tiempo ¿qué más podía perder?

Se había convertido en una mendiga del recuerdo y del amor.

Durante años había visto en la televisión al Amigo convertirse en una celebridad. Inauguraba edificios públicos y museos cada semana, cenaba con grandes empresarios y su rostro aparecía en los periódicos con frecuencia. Cada cierto tiempo en los noticieros sólo se hablaba de él. Hilda, con el corazón roto, había caminado los diez kilómetros que separaban su casa de la Plaza Mayor para poderle pone fin a su propia batalla.

Se acercó por detrás del Amigo, como si fuera una señora más que quisiera saludarlo, esbozando una sonrisa. 

No oyó los gritos, ni los pasos de los policías corriendo hacia ella. Sólo fue conciente del cuchillo de la cocina hundiéndose en el cuello de ese Amigo tan hipócrita, su verdugo.

Sintió la sangre correr por sus manos. Cualquier deuda pendiente ya estaba saldada. 

Frente a una multitud, entre cámaras y reporteros, extirpó el rencor y el miedo, dejó a la luz toda su sufrimiento y su locura. 

Fue su exorcismo público, lo único que ella necesitaba, antes de sentir cómo las balas de los policías le atravesaban el cráneo.

 

 

 

 

 

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