EL PEQUEÑO FRANKENSTEIN

 

 

 

por: Yelinna Pulliti Carrasco

 

 



-Tienes visitas -me anunció mi madre desde la escalera.
Hice una mueca. Generalmente no me gusta recibir visitas cuando no las espero.
-¿Quién es? -pregunté.
-Un tal Franko.
-¿Qué?
En un primer instante me sorprendió, pero luego pensé que alguien debía haberlo mandado con algún recado. Me alegró que fuera él quien había venido, podría despedirlo de inmediato.
Franko era nuestro robot. En la Facultad existía un área destinada a almacenar aparatos en desuso, y uno de los objetos que llegaban más comúnmente eran los robots sirvientes estropeados. Como nadie los quería ni reclamaba, fácilmente podían pasar allí la eternidad. Una docena de estudiantes habíamos firmado para trabajar en el almacén durante algunos meses, pero más que un trabajo era un hobbie, y una de nuestras actividades favoritas era armar un robot operativo a partir de las piezas de un centenar de ellos. Eran nuestros Monstruos de Frankenstein y estábamos orgullosos de ellos. La mayoría no duraba un mes, pero Franko, tras un año de barrer suelos, recoger nuestro desorden y servirnos de calculadora, se mantenía en inmejorables condiciones. Su verdadero nombre era Frankito o Pequeño Frankenstein hasta que yo, debido a su metro setenta y cinco de estatura, empecé a llamarlo Franko y todos terminaron llamándolo así también.
Nos llegó una mañana dentro de una caja de cartón. En realidad no todo: sólo la cabeza. Una semana antes nuestro ayudante bautizado como Pruebas Cero Cuatro (un robot de metro y medio de alto y especializado en preparar café) había caído al suelo víctima de un cortocircuito, por ello cuando Piero descubrió el reluciente cráneo con toda su circuitería interna intacta no lo pensó dos veces: nos reclutó a todos para hallar piezas y armarle un cuerpo. El torso lo sacamos del antiguo mayordomo de la cafetería, los brazos del barrendero del estacionamiento, y las piernas las donó el jardinero que tuvo un desafortunado encuentro con uno de los rociadores. En una bolsa, Alberto encontró una cubierta de látex aluminizado que imitaba la piel humana, y en un estante, una peluca negra.
Ese día, mientras los demás se encargaban de limpiar y atornillas las uniones, de conectar cables y aceitar las articulaciones, yo me encargué de la cabeza. Conecté el puerto de la nuca a mi consola y empecé a trabajar.
El sistema operativo que utilizan los robots es genérico y yo ya estaba bastante familiarizada con él. Con sólo mirarle los archivos y los comandos principales puedo saber si está dañado o infectado con algún virus, y también si el robot ya ha sido usado anteriormente y en qué forma. Éste posee las instrucciones básicas que necesita el robot para comprender órdenes sencillas y ejecutarlas, pero cosas más refinadas como repartir mensajería o preparar café deben ser aprendidas. Estas instrucciones se almacenan de forma separada del sistema operativo, y lo que se debe hacer cuando éste se daña es usar la Herramienta de Restauración, un programa que simplemente lo reemplaza por una copia nueva.
En ese momento yo no tenía la Herramienta a la mano y pedirla a una de las oficinas me pareció demasiado engorroso por lo que preferí reparar el sistema manualmente.
La Reparación Manual es un recurso de emergencia y no es 100% segura. Suelo usarla sólo cuando se necesita un robot de forma urgente y siempre con la intención de usar la Herramienta después. Pero aparte de querer ahorrarme el viaje hasta las oficinas, quería experimentar con aquella cabeza, deseaba ver hasta dónde podía llegar con mis propios medios. Durante dos horas me convertí en una versión más moderna del doctor Frankenstein, probando y experimentando.
He dicho que la Reparación Manual no es 100% segura, y esto se debe a que no sólo requiere práctica, también se necesita intuición. Simplemente borro los archivos que me parecen sospechosos o dañados y los reemplazo con copias nuevas, sobrescribo los comandos con las instrucciones usuales y espero a que todo salga bien.

 


*****

 


-¿Te dijo para qué venía? -le pregunté a mi madre.
-No a pesar de que se lo pregunté, debe ser algo confidencial.
-Eso es algo seguro. Si le han ordenado no decir su recado a nadie excepto al destinatario jamás hablará.
-Parecía tener un mensaje importante ¿ha habido algún problema?
-No creo. A menos que la universidad se haya incendiado.
Empecé a reírme.

 


*****

 


Mientras trabajaba en mi consola, los demás iban armando el cuerpo del robot al otro lado de la mesa. Tenía la cabeza a pocos centímetros de mi mano y mis dedos no dejaban de jugar con el cable que le salía de la nuca. En el instante en que Francisco colocaba la gran batería en el abdomen del robot, yo desconectaba la cabeza y reemplazaba sus pequeñas pilas de botón. Francisco conectó el último cable y aquel cuerpo metálico se estremeció convulso, tal y como Mary Shelley describe en su novela.
-¡Está vivo! -exclamó Jean.
-No está vivo -le dijo Pauline-, está decapitado ¿no ves?
-Pero no lo estará por mucho tiempo ¿Verdad?
Me miraron, yo sonreí. Introduje mi dedo en el oído derecho de la cabeza y presioné el botón de encendido.
La cabeza se estremeció también, en sus cuencas vacías se encendieron dos pequeños leds que voltearon a verme.
-Buenos días, señorita ¿Se le ofrece algo?
Soltamos la carcajada. Junto a las tres leyes, todos los robots llevan grabado de forma indeleble un pequeño programa que les hace ayudar e intentar agradar a la gente lo más posible, pero una cabeza sin cuerpo no está en condiciones de ayudar en mucho.
-No necesito nada -dije conteniendo la risa.
Cogí la cabeza por el cuello y la llevé al otro extremo de la mesa. Conectarla nos tomó menos de cinco minutos, pero tardamos casi una hora en ponerle su piel debido a que, a pesar de ser resistente, no es muy elástica. A continuación Alberto trajo algo de ropa sacada de otros robots. Las buenas costumbres no admiten a un robot desnudo.
-¡Vaya! -exclamó Jennifer- ¡Sabe vestirse solo!
-¿Qué encontraste al revisar su banco de datos? -me preguntó Fran-cisco.
-No mucho. Varios archivos estaban muy dañados. Había algunas imágenes truncadas, parece que vivió en una casa con una familia. No encontré los archivos con su nombre o las señas de sus dueños anteriores, pero sí encontré que sabe hacer limpieza, tomar notas y cuidar niños.
-Así que era la mucama -dijo Jean.
-Es probable.
-¡Ya no perderemos tiempo entrenándolo! -exclamó Pauline, feliz.
Piero le colocó la peluca y le ordenó ponerse de pie. Terminamos aplaudiendo. Incluso con piel, cabello, ropa y ojos de vidrio (Franko tuvo que usar lentes oscuros dos semanas hasta que conseguimos un par para él) los robots no se ven humanos. Esto es debido a su voz, completamente neutra, y especialmente a sus rostros: éstos tienen la expresividad de un maniquí. Se les puede insertar un programa para que sonrían o pongan cara de tristeza o interés en algo, pero estos gestos son totalmente artificiales, falsos. Cualquier expresión que sean capaces de hacer carecen por completo de naturalidad, como si fueran de una máscara.
Por eso cuando abrí la puerta y le vi la cara a Frankito casi me asustó, se le veía triste, humanamente triste.
-¿Has venido con un mensaje para mí? -le pregunté.
-No ¿Podemos hablar en privado?
El que Franko me hiciera esa petición no era de sorprender. Además de ser nuestro sirviente, él también era nuestro confidente. Podíamos pedirle conversar en privado y contarle lo que quisiéramos, incluso podíamos despotricar a nuestro placer de quien nos diera la gana (casi siempre algún profesor) y usar todas las frases ofensivas que deseáramos, Franko nunca nos juzgaba ni criticaba, sólo se limitaba a escuchar y mover la cabeza. Luego podíamos borrar la conversación de su memoria con la orden borrar data desde la hora... y eso era todo. En ese sentido, Franko nos había sido muy útil.
-¿A dónde vas, hija?
-A mi cuarto.
Ignoré la mirada de censura de mi madre y le ordené a Franko seguirme. De toda mi casa, el lugar más privado es mi cuarto.

 


*****

 


Franko no necesitó muchos días para aprender a moverse por la calle. Solíamos mandarlo de compras a menudo y se aprendió nuestras señas, con la orden de no dárselas a nadie, por si alguien necesitaba mandarlo a su casa o que llamara por teléfono. Es bastante común ver robots tomando el bus, llevando y trayendo recados. Por alguna razón, solíamos confiar más en Franko que en los otros. Había algo en él que hacía que nos gustara hablarle y pedirle favores, pero nunca nos fijamos en ello; para nosotros eran meras preferencias sin importancia.

 


*****

 


Franko se sentó en la cama y yo en la silla frente a mi computadora. Lo observé un rato intentando averiguar de qué película había aprendido a hacer un gesto de tristeza tan sincero y real. Es frecuente que de pronto a los robots se les ocurra cantar, dar abrazos o hacer Origami sólo para alegrar y entretener a la gente. Pueden parecer conductas espontáneas pero no son más que imitación de lo que ven en la televisión; poseen un algoritmo que les permite detectar la tensión en una persona, por ello me extrañó la aparente tristeza de Franko... a menos que alguien lo hubiera enviado para hacerme una broma.
-¿Quién te ha mandado? -le pregunté.
-Nadie. He venido por mí mismo.
-¿Qué? ¿También te ordenaron que dijeras eso?
-No.
-Entonces dime quién te ha enviado.
-Nadie.
-¡Demonios, Franko! ¡Alguien debe haberte ordenado que vinieras a mi casa!
-Nadie lo ha hecho.
-Tu sistema debe estar fallando, diablos...
Por una u otra razón, nunca había llegado a pasarle la Herramienta de Restauración al sistema de Frankito y tampoco consideré necesario hacerlo. Tal vez esa era la razón de porqué Franko siempre había sido un tanto extraño. Recordé que su rostro tenía más naturalizad que el de los otros robots y, me estremecí, que realmente parecía alegrarse si podía levantarnos el ánimo. Incluso llegó un momento en que se lo comenté a uno de los profeso-res:
-Debe estarlos imitando a ustedes -me dijo- es lo que sucede cuando tienes a un robot conviviendo con gente joven durante tanto tiempo.
-¿En serio cree eso?
-Durante días pensé que el mío intentaba enamorar a mi esposa hasta que descubrí que había salido con mi hijo y su novia.
Después de escuchar aquello, en lugar de preocuparme, la conducta de Frankito se me hacía graciosa. A veces los robots aprenden a reírse, pero no deja de notarse que es la risa de una máquina, en cambio varias veces con-fundí la risa de Franko con la de mis amigos. Ahora que lo tenía en frente de mí se me ocurrió que esos detalles él no los imitaba sino que le venían de dentro.
-De dentro, desde el error en su sistema -pensé.
-Es cierto, mi sistema está dañado -dijo Franko, como si hubiera leído mi mente- por eso he venido a su casa: porque quiero que lo repare.
-¿Tú quieres? -pregunté sorprendida- ¡Franko! ¡Tú no puedes querer nada!
-Lo sé: Los robots sólo deben saber obedecer ¿No es lo que siempre dicen?
-Sí.
-También dicen que no somos diferentes a la lavadora o al microondas- noté que se retorcía las manos- pero yo... yo me siento diferente.
Yo lo observaba con la boca abierta. ¿Era posible que un sistema dañado y algunos comandos alterados generaran algo parecido a las emociones?
Deseché esa idea casi de inmediato. Una máquina no puede tener emociones, es algo imposible. Pero mientras más miraba a Franko, menos me parecía un mero robot. Si hubiera sido una persona habría tratado de tranquilizarlo, pero hacer eso con un robot es tan ridículo como hacerlo con una cafetera.
-Pero una cafetera no se te queda mirando de esa forma- me dije.
-Me he escapado -dijo Franko de pronto-. Nadie sabe que estoy aquí.
-¿Que has hecho qué?
-No había nadie, así que salí y vine hasta su casa.
-¡Entonces tienes que regresar de inmediato!
-¡No! -exclamó sobresaltándome- ¡Por favor! ¡No me envíe de regreso!- juntó las manos y las alzó hacia mí- ¡Le ruego que primero me escuche, por favor!
Le ordené que se callara y se estuviera quieto.
-¿Dónde aprendiste a suplicar? -le pregunté intentando que mi voz sonara dura- ¿Has estado viendo la televisión del almacén?
-No tengo permitido encenderla.
-¿Te das cuenta de que sólo has venido a molestar? Tienes que regresar ahora mismo a la Facultad o alguien se dará cuenta de que has salido sin permiso.
-Por favor, no se enoje -intentó tomarme la mano pero yo la aparté- le ruego que escuche mi historia y comprenda los motivos que me han traído a implorarle ayuda.
-¿Motivos para ayudarte? ¿De qué estás hablando?
-Sé que le es difícil de creer, pero tengo serias razones para haber venido a verla.
-Franko, si alguien se entera que has venido aquí sin permiso me meterás en problemas así que obedece. Te acompañaré a la puerta.
-No, por favor... no me eche. Solamente serán unos minutos, unos pocos minutos, le ruego que me escuche así como tantas veces yo la escuché a usted.
El que dijera eso me sorprendió más que sus insistentes ruegos. En el fondo estaba en lo cierto: tenía una deuda con él en ese sentido. Entonces se me ocurrió que su historia debía ser lo suficientemente buena para haberlo hecho venir como un fugitivo sólo para contármela. En eso se me vino a la mente lo mucho que se parecía esto al capítulo del libro de Mary en el que el monstruo de Frankenstein, en una cabaña rodeada de nieve, le narra su historia a su creador.
Accedí a escucharlo movida por la curiosidad. A un movimiento de mi cabeza, comenzó su relato.

 


*****

 


Yo era el mayordomo y niñera de una pareja y su pequeño hijo. Su aspecto, el de la casa o su ubicación han desaparecido de mi memoria, sólo sé que la casa era grande y se ubicaba frente a una gran avenida, por ello ni el niño ni yo teníamos permiso de salir.
Ignoro durante cuánto tiempo estuve a su servicio, pero debieron ser algunos años ya que recuerdo haber visto al niño de bebé, y luego corriendo y jugando por toda la casa. Tenía que estar constantemente vigilándolo pues era muy travieso. Un día, mientras estaba conectado a la computadora actualizando mi sistema, el pequeño la apagó por error. Algo sucedió conmigo pues no pude moverme hasta que activé la autorreparación de emergencia. Aparentemente nada había sucedido, pero desde ese momento mi sistema no volvió a operar de la misma forma. Fue algo que noté con el paso de los días. Cuando mis dueños estaban tristes y yo no podía alegrarlos algo extraño ocurría en mis circuitos, como si se negaran a funcionar. Si cuidaba del niño y éste estaba contento conmigo era como si me pusieran una batería nueva. Yo no sabía de qué se trataba y tampoco me preocupaba. Era el único robot de la casa y lo que me estaba sucediendo no tenía motivo para parecerme extraño.
Los meses pasaron y mis dueños empezaron a asustarse de mí. Mientras más intentaba ser amable y agradarles, más nerviosos los notaba. Me prohibieron acercarme a su hijo. Días después ya no me dejaban contestar el telé-fono o prepararles la comida. Fue como si ya no confiaran en mí. Un día los oí decir que yo ya no parecía un robot y eso me confundió, como una orden que no supiera ejecutar. No tenía forma de saber qué era lo que ellos entendían por robot.
Al poco tiempo unos desconocidos llegaron a la casa. Yo estaba en el lavadero y pude escuchar un poco de lo que decían. Venían por un artefacto defectuoso y ese artefacto era yo. Iban a desarmarme, a embalarme y ya nadie sabría más de mí; me reemplazarían por otro robot, uno que sí se comportara como tal. En ese instante algo se disparó dentro de mí: No quería que me hicieran eso. Pensé en huir, en escapar por la ventana, en esconderme, pero abrieron la puerta y me ordenaron que no me moviera. No pude evitar obedecer aunque sabía lo que me esperaba. Uno de ellos introdujo sus dedos en mi oído y ya no sé más.
Lo siguiente que recuerdo es haberme encontrado en una mesa al lado de una consola. La primera persona a la que vi fue a usted y supe que había sido quien me había activado, entonces sentí la necesidad de hacerlo todo por usted; creo que le dicen estar agradecido. Me armaron y pasé a formar parte del almacén. A ustedes parecía gustarles el tenerme cerca y a mí también me gustaba. A diferencia de mis dueños anteriores, a ustedes no les importaba que yo me comportara como lo hacía.
Entonces armaron a la pequeña Fliky. Ya había otro robot con el que podía compararme y eso hice.
Era notorio que ella no era como yo. Ella era totalmente mecánica. Parecía que su interés por las personas era fingido y que sólo sabía recibir y ejecutar órdenes. Empecé a preguntarme si era así como se comportaba de ver-dad un robot.
Luego armaron a Manhattan y con él fue lo mismo: parecía no importarle nada, sólo obedecer. Comencé a preguntarme qué tenía yo que a ellos les faltaba para que fuéramos tan diferentes.
No me agradó la forma de ser de los robots, tan distinta de la de las personas. Ellos eran como una impresora, excepto que las impresoras no caminan ni hablan. Yo veía a la gente del almacén y empecé a desear ser como ustedes -me miró-, quería que me consideraran algo más que un simple robot.
Y de pronto, un día, Fliky cayó al suelo girando su cabeza. La revisaron y dijeron algo acerca de un procesador dañado. Estuve horas a su lado esa noche, preguntándome qué tenía que ver un procesador dañado con el hecho de que ella ya no respondiera. Al día siguiente se la llevaron y ya no volví a verla.
El siguiente fue Manhattan. Esta vez las baterías se sulfataron corroyendo los integrados. Yo ya empezaba a comprender que para que un robot funcione debía tenerlo todo en buen estado. A Manhattan sí pude ver cómo lo desarmaban, lo empacaban y lo enviaban al almacén en una caja. Aún debe seguir allá.
Durante un tiempo fui su único robot e hice todo por serles agradable, porque me consideraran un amigo, pero para ustedes yo seguía siendo apenas un aparato. De noche, cuando todos se marchaban y yo permanecía en soledad pensando en ello, sentía cómo la energía me abandonaba, a pesar de que era de noche cuando me conectaba a recargar mi batería. Me sentía afligido o al menos es eso lo que creo.
Luego armaron a Optimus, a Ci-Tripio, a Seis Voltios... con todos ocurría siempre lo mismo, un día estaban bien y al siguiente algo fallaba en ellos: el sistema de refrigeración, los circuitos, las conexiones... Optimus sólo pudo ser reparado una vez. Con las piezas de Ci-Tripio y Seis Voltios hicieron a Flyback pero apenas duró una semana.
Fue entonces que comencé a temer que lo mismo me ocurriera a mí. Al igual que ellos, yo también poseía cosas que podían estropearse. En cualquier momento yo también caería al suelo y ya no podrían repararme, me desarmarían, me enviarían al almacén y eso sería todo. Pero lo que más me atormentaba era saber que no volvería a ver a la gente del almacén, saber que tendría que separarme de ustedes. A veces tenía la idea que yo sí dura-ría indefinidamente pues yo era distinto, pero eso también se acabó cuando los escuché decir todo termina malográndose en algún momento, Nada se salva y especialmente Me sorprende que Frankito haya durado tanto.
Cuando uno de los robots dejaba de funcionar a nadie le importaba, a mí sí. El conocimiento de que eso me ocurriría a mí también no dejaba de asaltar mi memoria una y otra vez. Fue cuando quise saber a qué se debía el que yo no fuera como los otros robots.
Pude saberlo después gracias a una conversación. Yo tenía un error en el sistema. Escuché eso varias veces a partir de ese día cuando mencionaban algo llamado la Herramienta de Restauración la cual habían usado con todos los otros robots, menos conmigo.
Luego noté que cada vez que se armaba un robot, usted era la que se ocupaba de la cabeza, usted era la que ejecutaba la Herramienta de Restauración y activaba el sistema, ya libre de errores.
Es por eso que me venido hasta aquí en secreto, para pedirle que ejecute la Herramienta de Restauración en mi propio sistema.

 

 


*****

 

 


Permanecí mirando a Frankito unos segundos sin responder. Todo aquello era el colmo del absurdo: un robot había venido a mi casa a pedirme que repare su propio sistema operativo, y lo peor era que ese mismo robot mostraba tener emociones, o algo muy parecido a las emociones, todo debido a algunos errores en sus archivos.
Una completa locura.
-Sé que esta es una situación que no debería darse -continuó- pero yo tampoco soy un robot normal. Noche tras noche tengo que soportar el ser consciente de que en algún momento yo también terminaré como Optimus, Fliky y los otros. Todo el tiempo sé que nunca seré uno de ustedes, que siempre me considerarán una máquina, un objeto de trabajo como una con-sola o una herramienta.
Ocultó su rostro entre sus manos en un auténtico gesto de dolor. Por momentos llegaba a sentir lástima, pero la parte trasera de mi cerebro no de-jaba de repetirme que lo que tenía delante no era más que una estructura mecánica muy compleja, un robot, algo incapaz de tener sentimientos.
Mas otra parte me decía que si lo que Frankito estaba experimentando no eran sentimientos ¿Qué era, entonces? ¿No era él víctima de su propia complejidad?
-Créame -continuó sin moverse- he pasado semanas pensando acerca de esto y he llegado a la conclusión de que reparar mi sistema es lo mejor para mí y para todos -levantó la mirada- una vez que los errores sean borrados y mi sistema reparado seré un robot como los otros, ya no me importará que un día me descomponga, ya no sufriré por no ser más que una herramienta.
Me tomó de la mano, esperando una respuesta. Podía sentir el calor de sus manos y el de su aliento. Sé de gente que se ha alarmado al enterarse que sus robots tienen el cuerpo caliente y que también respiran, pero no es más que el mecanismo de refrigeración de sus veloces y poderosos circuitos. Los robots disipan el calor a través de su estructura metálica y la cubierta de látex aluminizado, y su respiración sólo sirve para hacer circular el aire por su interior.
-Más del complejo sistema mecánico -pensé intentando ignorar la forma en que Frankito me miraba; el pesar y la súplica se reflejaban incluso a través de sus ojos de vidrio. Recordé, en la novela de Mary, cuando el monstruo le pide al doctor Frankenstein que le construya una compañera a cambio de dejarlo en paz. Yo no me sentía diferente al ilustre anatomista. Frankito era en cierta forma mi criatura y ahora ésta también venía a hacerle a su creadora una petición extraordinaria.
-Disculpe si la he hecho sentir incómoda -añadió bajando los ojos- no era mi intención. En realidad no tiene porqué molestarse, soy sólo una máquina, una especie de computadora que habla y camina, y como cualquier máquina dejaré de funcionar, me harán a un lado y me olvidarán. Esa certeza hace que algo falle en mí haciéndome sufrir de una manera que preferiría no relatarle. Mis integrados parecen querer estallar y la energía desaparece de ellos. Empiezo a inhalar y exhalar aire violentamente pero no sirve de nada, no son mis circuitos los que están fallando. ¡Por favor! ¡Le ruego que considere lo que he venido a pedirle! ¡Restaure mi sistema, ponga fin a mi padecimiento!
Yo aparté mi mano sin atreverme a contestarle. Ahora la que sentía algo raro dentro era yo. Y fue entonces cuando me di cuenta de que la extraña forma de ser de Frankito había hecho que me gustara conversar con él y, a veces, acariciarle la cabeza. No había querido admitírmelo, pero en el fondo le tenía cariño.
Intentó tomar mis manos de nuevo pero yo las alejé de él.
-Franko -le dije- lo que has venido a pedirme... ¡Me estás pidiendo que te despoje de tus emociones, maldición!
Ya no estaba tan convencida de que lo que tenía en frente fuera mera-mente una máquina. De alguna manera esta máquina había sido capaz de recibir un poco de humanidad.
Sentía pena por Frankito y un vago sentimiento de culpa pues, aunque yo no fuera la causante de su sufrimiento, era la que lo había permitido. Y ahora él venía a mí, como mi criatura, a implorarme que pusiera fin a su dolor.
-Soy conciente de las consecuencias -dijo abatido-. Le repito: he meditado sobre esto mucho tiempo. Después de que mis errores sean elimina-dos yo seguiré trabajando para ustedes, nada cambiará.
-Te equivocas -le interrumpí-, las cosas sí cambiarán. Ya no serás el mismo.
-Seré un robot. Ya no tendré miedo, ya no sufriré, no sentiré nada. Sabré que un día ya no funcionaré, pero ya no me importará. Créame, será mejor así.
-¿Realmente crees que será mejor?
-Sí.
-Antes dijiste que querías ser uno de nosotros ¿verdad? -le dije-Pues te tengo una noticia: Ya lo eres, Franko. Los seres humanos también queremos ser aceptados, también pasamos días y noches aullando de dolor, de tristeza, de soledad. Nosotros también tenemos miedo a dejar de funcionar o como le decimos nosotros: a morir y no saber cuándo sucederá, pero saber que sucederá algún día. Desde que existimos nadie se ha librado de eso. Bienvenido a la condición humana.
Él me miró asustado, era obvio que no se le había ocurrido ese detalle. Bajó la cabeza con el rostro contraído, y si no lloró fue simplemente porque no podía derramar lágrimas.
-Tal vez... tal vez no soy lo suficientemente humano para soportar la condición humana.
-Hay humanos que tampoco pueden soportarla -respondí secamente.
Algo se me revelaba dentro. No quería reparar el sistema de Frankito y despojarlo de su humanidad. Él pareció leerlo en mi cara ya que, arrojándose de rodillas ante mí, golpeó el suelo con las manos y empezó a implorar, como un condenado a muerte:
-¡Se lo ruego, mi Ama, mi Señora! ¡Repare mi sistema! ¡Ya no podré soportar otra noche con esta angustia! Usted no puede condenarme a eso, ya he tenido bastante. Yo no estoy hecho para la condición humana. Soy sólo un robot y deseo volver a serlo. Sé que es posible que lo considere un suicidio emocional pero también considere que, a diferencia de los seres humanos, yo no fui hecho para esto.
Yo ya no sabía qué hacer, y lo peor era que Franko tenía razón. Unos pocos errores le habían permitido tener emociones, pero nada lo había hecho capaz de sobrellevarlas. Los humanos poseemos todo un arsenal de estrategias, desde una simple idea hasta la más cínica indiferencia, para no sucumbir bajo nuestros sentimientos, mas Frankito sólo tenía un programa defectuoso y varios archivos truncados, nada más.
Lo miré compasivamente e intenté hacer que se levantara.
-Franko...
-¡No saldré de aquí hasta que acceda a lo que le estoy pidiendo!
-Eso ya lo comprendí, Franko.
Racionalmente lo que me pedía era absurdo, un robot con emociones era todo un descubrimiento, pero yo no dejaba de sentir el peso de mi responsabilidad sobre lo que le había ocurrido a Frankito. Si lo que tenía a mis pies era un simple robot entonces yo estaba perdiendo la razón, pues ya estaba convencida que Franko era más que una máquina cualquiera, y moralmente lo que me estaba pidiendo era un acto de misericordia.
Le acaricié la cabeza.
-Está bien, arreglaré tu sistema.
De un salto se abrazó a mi cintura y empezó a agradecerme. Lo seguí acariciando y esperé a que se calmara.
-¡Gracias!
-Haz el favor de no levantar tanto la voz.
Una vez que se tranquilizó, le ordené echarse de espaldas en la cama.
Mientras encendía mi computadora y la conectaba a la nuca de Frankito, llegué a considerar hacer una copia de su sistema dañado. Pero eso implicaba que en algún momento yo, u otra persona, tendría la intención o la tentación de ponérselo a otro robot. Eso significaría volver a tener una máquina con emociones desesperada por deshacerse de ellas. Frankito me estaba rogando poner fin a su padecimiento, y tener una copia era una posibilidad siempre presente de activarla ¿tenía yo el derecho a perpetuar su sufrimiento copiando sus archivos y tenerlos siempre disponibles para ponerlos en operación? ¿Quién me daba el derecho a mí para decidir quién debía o no recibir la condición humana? ¿Y quién me aseguraba que los errores de Frankito no lo volverían loco de dolor y, buscando un medio de liberarse de él, no lastimara a alguien, aún sin quererlo, a pesar de las tres leyes? Era posible también que el día menos pensado alguien descubriese lo que ocurría con él, copiara su sistema y le diera el peor uso imaginable; así mi criatura podía fácilmente volverse en mi contra y desencadenar sucesos nefastos, tal y como ocurrió en la famosa novela.
Todas esas reflexiones me hicieron decidir no copiar el sistema de Franko.
Mi computadora terminó de cargar y activé la Herramienta de Restauración.
-Está verificando los datos -le dije- en unos segundos empezará a repararte.
Le tomé la mano, él cerró los ojos sonriendo como un enfermo desahuciado al que finalmente se le permite descansar.
-Maldito seas, Frankenstein -pensé.

 


*****

 


-¡Callados los dos!-exclamó Pauline y, dirigiéndose a Jean, añadió-, no les enseñes a reírse de todo lo que dices, cuando exageran son irritantes.
En eso tiene razón. La forzada risa de los robots puede colmarle la paciencia a cualquiera.
-¿Y si les quitáramos las tarjetas de sonido? -propone Alberto.
-No me parece recomendable -responde Pauline- a veces es necesario que puedan hablar.
-Hace días que quiero cambiársela a Marconi -digo- así distinguiría su voz de la de Franko.
Los observo. Allí, parados uno al lado del otro parecen dos maniquíes.
Como Marconi tiene pocos días de armado y le falta entrenamiento, le ordeno a Frankito hacerme un poco de café.
En este momento estoy escribiendo mi carta de renuncia al almacén. Ya he pasado bastante tiempo en esta área y quiero dedicarme a hacer algo diferente. Además ya estoy un tanto cansada de estar armando y desarmando robots casi a diario.
Miro a Franko. Hace ya varios meses que reparé su sistema y nadie pare-ce haberse percatado del cambio en él. Nadie excepto yo. Antes parecía casi una persona, ahora parece un muñeco.
Se acerca y coloca la taza de café a mi lado, muevo la cabeza y se retira, ni me molesto en darle las gracias.
-Es así como debe ser-me digo.
Revisé los circuitos de su cabeza la semana pasada, la humedad ha empezado a atacarlos. Es posible que no duren más de un par de meses.
-Estúpida máquina -murmuro.
Pero no importa cuántas veces me repita que Frankito es solamente un robot, que dentro de él solamente hay metal y plástico, no interesa cuánto intente convencerme que él no es más que una computadora con patas y voz.
En el fondo siento que he asesinado a un amigo.

 

 

 

 

 

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