SOÑAR CON LOS OJOS ABIERTOS

Mucho se ha dicho y escrito acerca de la necesidad de ser prácticos y no perderse en la nebulosa de sueños y quimeras. Y es cierto -en parte- ya que la sociedad actual demanda del hombre una perfecta coincidencia con su acelerado ritmo, hecho de avances y descubrimientos, a cual más intrépido y sofisticado.

De acuerdo, no podemos vivir escindidos de una realidad y un tiempo al que pertenecemos, sería absurdo y hasta torpe pretenderlo. Pero, me pregunto en mis incansables horas de reflexión, ¿cómo desprenderse de esa capacidad y necesidad humanas de elevarse sobre las cosas materiales y acceder a ese espacio íntimo en el que habitan nuestros más recónditos anhelos? ¿Dónde arrinconar nuestros sueños, aquéllos que fuimos tejiendo desde nuestra infancia y juventud, y que constituyeron la parte amable y gozosa de nuestra existencia?

Quizá, sigo reflexionando, haya una etapa de la vida en la que el tiempo, insobornable, no nos permita detenernos a cuantificar la importancia de aquellos estado. Quizá haya que esperar que discurran las aguas turbulentas de la adultez, con su carga de obligaciones y "póngase usted al día", porque sino se corre el riesgo de ser arrastrado sin misericordia por el torbellino del llamado "progreso". ¿Habrá que esperar entonces a que pase el vigor y la audacia de la juventud para reparar en aquello maravilloso que nos estamos perdiendo?

Hoy, con la experiencia que me otorga los tantos años vividos, debo confesar que lamento no haberme dado cuenta de ello antes. ¡Cuánta belleza no apreciada! ¡cuánto disfrute negado a nuestros ojos, a nuestros oídos, a nuestro espíritu, en suma!

Por esto, cuando encuentro una persona que, sin perder de vista la realidad, sin menospreciar los innegables adelantos de la ciencia y la técnica, sabe arrancarle a éstas la porción de sueños que lo eleve por caminos infinitos, por esto, repito, me declaro un incondicional admirador de ella, y alimento sus seños y me siento partícipe de ellos, porque nada se compara a ese estado de privilegio en el que el hombre, sin dejar de serlo, se asemeja a los ángeles.

 

De: Los escritos de José Juventud.