TOXINAS Y DEPURACIÓN

 

 

Por: Yelinna Pulliti

 

 

 

Virginia apartó la mirada del disco de petri que tenía a unos centímetros de su mano. Miró casi con cariño el contenido del disco. Millones de bacterias del botulismo produciendo la mortal toxina botulínica. Virginia miraba el disco con cierto respeto.

Lo guardó en el congelador. 

la especialidad de Virginia eran las toxinas y los venenos. En el laboratorio donde era investigadora intentaban encontrar sustancias más eficaces para fabricar pesticidas y veneno para plagas y roedores. Todo para fabricar algún producto comercializable.

 

Virginia salió del cuarto donde almacenaban los microorganismos: botulismo, difteria, estafilococos... sonrió, todo experto sabía que las bacterias en sí no hacen grandes daños, el daño real lo hacían las toxinas que producían las cuales penetraban profundamente en la sangre y los tejidos, destruyéndolos.

- Si las toxinas secretadas por las bacterias del tétanos y la disentería fueran inyectadas directamente en la sangre su efecto sería setecientas mil veces más poderoso que la misma cantidad de estricticina y más de veintitrés millones de veces que la misma cantidad de arsénico - dijo ella durante una conferencia a dos centenares de estudiantes de biología - un centenar de gramos darían cuenta de toda la humanidad.

A muchos de los estudiantes les parecía algo espantoso, a otro algo terrorífico, para Virginia era algo fascinante, algo poderoso, digno de respeto y admiración.

Se había entregado con pasión a su carrera y a su trabajo. Ella había patentado el poderoso veneno para ratas que las fulminaba en pocos minutos para luego, literalmente, secarlas por dentro evitando la descomposición. Así si nadie encontraba las ratas muertas hasta después de mucho tiempo no había mal olor, ni gusanos, ni moscas, ni fluidos corporales.

 

Virginia se quitó la mascarilla y los guantes, los arrojó en un gran cesto en el pasillo para su desinfección o incineración. Fue hasta los vestidores, se quitó la bata blanca y la guardó en su casillero. Cogió su cartera y salió.

 

Hacía calor afuera, donde no había aire acondicionado, era la mitad del verano y aunque el sol se estaba ocultando le bastaron un par de minutos de caminata para que empezara a sudar. Su ropa de pegaba a su piel, no veía la hora de llegar a casa y darse una ducha.

Pasó por el pabellón donde estaban los animales que se usaban para probar los venenos y las toxinas. hasta ella llegó el hedor de los excrementos y la orina, empezó a toser. No soportaba el olor de los animales.

Recordó con asco la vez en que tuvo que inyectarle a una oveja pequeñas dosis de una nueva sustancia. Cuando se inclinó ante las patas del animal éste pareció inquietarse y, dándole una patada al suelo, salpicó su ropa y su cara con deposiciones frescas, hediondas. Virginia montó en cólera y le clavó la aguja entre la lana y le administró a la oveja una dosis letal. De pie, indiferente, la miraba agonizar en medio de espantosas convulsiones mientras de su hocico brotaba un hilo de sangre negruzca.

 

Apuró el paso aguantando las ganas de vomitar, el sudor le corría por los costados de la cara. No se detuvo hasta llegar al paradero del autobús.

Lo vio llegar a lo lejos, enorme, atestado de gente, como siempre.

La puerta se abrió ante ella y un aire caliente, espeso, le quemó la cara. El interior se sentía como el de un horno a pesar de que todas las ventanillas estaban abiertas. 

Se secó el sudor de la frente y mientras el autobús se ponía en movimiento empezó a examinar a las personas que viajaban con ella: sudorosas, exhaustas, inhalando el aire caliente y pegajoso. Toda esa gente se le hizo repugnante, como los animales del laboratorio, o incluso más, porque eran semejantes a ella y ahí estaban todos: encerrados en un horno respirando sus propias emanaciones.

Una señora se subió en la siguiente parada. Su ancho cuerpo apretujó a Virginia contra un joven de pelo grasiento y la cara llena de acné. De reojo miró la carne que colgaba fláccida de los brazos de la recién llegada. Virginia empezó a sentir náuseas, siempre había procurado mantenerse en forma por lo que esta mujer aparecía ante sus ojos como un horrendo y deforme cerdo escapado del laboratorio.

 

El autobús se detuvo en el paradero a unas cuadras de donde ella vivía, Virginia se abrió paso a codazos hasta la puerta de salida sin importarle las miradas enojadas de los otros pasajeros, de un salto salió al exterior. 

Mientras el autobús se alejaba notó que estaba bañada en sudor, caliente, salado.

Corrió hacia el edificio donde vivía intentando dominar las náuseas.

- Repugnantes - murmuró mientras su mano temblorosa abría la reja de entrada - repugnantes criaturas - se dijo mientras subía de a cuatro las escaleras - repugnantes animales - abrió la puerta de su departamento y fue directamente al baño.

Se desnudó arrojando la ropa por todas partes y dejó que la ducha le lanzara un chorro de agua helada. Poco a poco se fue sintiendo mejor.

salió de la ducha con el cabello goteándole sobre la espalda. Empezó a recoger su ropa, entonces notó que su blusa había caído dentro del inodoro el cual había dejado abierto por descuido. No pudo contener el asco que le producía el pensar en volverse a poner esa prenda aunque el inodoro estuviera limpio y el agua también, y aunque lavara la blusa cientos de veces.

La recogió del extremo que había quedado colgando fuera de la taza, dejó que el agua escurriera y con rabia la arrojó a la basura.

 

El calor era agobiante aún a esa hora de la mañana, el autobús estaba casi lleno pero ella había podido conseguir un asiento.

Apoyó su cabeza contra el cristal de la ventanilla. A su lado se habías sentado una mujer con un niño de unos dos años que no dejaba de dar saltos sobre las piernas de su madre, de pie junto a ella, su esposo cuidaba de dos niños más.

Los niños no dejaban de moverse y hablar tonterías en voz alta. Virginia los miró de reojo, su padre los contemplaba con resignación.

- Son como pequeñas ratas cubiertas de grasa - pensó con asco y desprecio al notar su piel perlada por el sudor y sus uñas negras de tierra.

- Deben estar locos para tener unos hijos así.

Virginia cerró los ojos intentando no escuchar las voces de los niños. Empezó a sentir algo raro en el estómago, luego vino la sensación de náusea.

Si la sensación se volvía más violenta podría fácilmente vomitarle el desayuno encima al niño a su costado, sería una forma de vengarse.

Sonrió para sí.

A Virginia le desagradaban los niños, especialmente los pequeños, por eso no deseaba tenerlos. Ignoraba cómo hacían otras personas para cambiar los pañales de un bebé con todo su contenido. Era una tarea que se le hacía demasiado repulsiva.

El ambiente se hacía opresivo, las voces de los niños le taladraban el cerebro. Entonces estuvo convencida de algo: Había demasiada gente, muchos en poco espacio, y lo que era peor: se seguían reproduciendo. Se reproducían como conejos o ratas. Follaban como perros y no se cansaban de hacer más niños.

Se estremeció, sólo para huir de aquella monstruosa familia se bajó del autobús dos paraderos antes.

 

Era feliz en la soledad del recinto donde trabajaba. Examinando las mortales bacterias, extrayendo por un procedimiento descubierto por ella las letales toxinas. Pesticidas, veneno, muerte sin descomposición, sin hedor.

Perfecta.

Sonrió al pensar en qué animal torturaría hasta la muerte en aras del avance científico.

 

El líquido de pálido color ambarino fue ingresando al cuerpo del perro a través de la aguja. Lentamente el pobre animal empezó a temblar y a echar espuma rosada por el hocico.

- No sirve- se dijo mientras escribía en su libreta de notas, le lanzó una mirada fría al perro - un veneno para liquidar perros callejeros debe ser rápido, limpio y eficaz. Esta toxina - miró hacia el rabo del perro - además de producir síntomas semejantes a la rabia hace que se vacíen los intestinos.

Hizo una mueca de asco y desprecio. Cogió otra jeringa y fue hacia otra jaula.

Inyectó a otro perro, de miembros delgado y mirada asustada. El perro sufrió una especie de parálisis y cayó de costado, temblando. Empezó a asfixiarse. Sus ojos vidriosos y llenos de pánico se movían enloquecidos mientras hacía esfuerzos titánicos por respirar.

Al poco rato cesó.

Virginia sonrió - Éste sí es un producto comercializable - dijo en voz alta mirando orgullosa al perro muerto- Limpio, rápido, casi sin agonía.

Volvió a escribir en su libreta. Pronto las municipalidades estarían comprando su producto.

Le echó otra ojeada al perro, rígido.

- ¿Cómo sería administrárselo a una persona?

Se imaginó a sí misma inyectando a todas las personas que se apretujaban con ella en el autobús, en el supermercado impidiendo ver lo que compraba, en los ascensores, en las tiendas de liquidación...

Todas en cierta forma, merecían ser ultimadas. Todas ocupaban demasiado espacio, robaban el aire cada vez más contaminado, infecto. Se apretujaban por millares en los cines y en los conciertos.

Definitivamente esta ciudad necesita una depuración - pensó mirando la jeringa en su mano - ¿Qué sucedería si en lugar de ser inyectada era ingerida? Eso sería aún más efectivo, evita el esfuerzo de atrapar a los perros (fueran perros o personas) para inyectarlos, basta mezclar un poco de comida.

Regresó a toda prisa a su área de experimentación. Al rato volvió con una bandeja llena de comida para perro, eligió al azar una jaula y se la dejó al triste cachorro que jugaba con una pelota.

A los pocos minutos se produjeron los mismos síntomas: parálisis y asfixia.

Virginia lanzó una carcajada.

 

Siempre elegía los fines de semana para hacer sus compras, eran los únicos días en que tenía tiempo de hacerlo. Y siempre era lo mismo: cientos de personas disputándose los productos en los estantes, como enloquecidas.

Virginia los miró con frío desprecio, de pronto las náuseas volvieron, pero ahora era peor: el simple olor de la piel humana le descomponía el estómago. Era algo desagradable, dulzón y agrio, algo que flotaba en el aire, en medio de decenas de personas.

Recordó a la oveja que le ensució la cara.

- Asquerosos- se tapó la boca, las manos le temblaban.

Unos niños la rozaron al pasar gritando.

Sin poder evitarlo, Virginia se dobló sobre sí misma y vomitó sobre el suelo. El acre olor le llenó las fosas nasales, intentó vomitar de nuevo pero ya había vaciado su estómago. Al notar que la gente la observaba, algunos con asco, otros con lástima, lanzó una mirada de ira y tambaleándose, salió del supermercado. 

 

Esa noche, en su cuarto, bebió vino hasta marearse. 

- Mucha gente debe desaparecer- dijo a su imagen en el espejo, haciendo esfuerzos por mantenerse en pie - Ocupan mucho espacio, se reproducen como parásitos y - lanzó un eructo -son repugnantes, simplemente repugnantes.

- Morirán como viles perros - dijo antes de caer en su cama derramando lo que quedaba de vino sobre la alfombra.

 

Llegó al laboratorio sudando y despeinada, lo normal después de un viaje en autobús.

Había podido contener las náuseas. Deseó tener suficiente dinero para comprar un auto. Se puso la bata y los guantes y fue al congelador.

Ahí estaba la toxina que había probado con los perros, la que causaba parálisis. 

 

Acababa de calentar la toxina a 100 grados durante treinta minutos para luego, mezclarla con cloro, alcohol y ácido cítrico, la puso a examinar en el espectrómetro de masas. Nada parecía alterar su composición química.

Ahora tenía que probarla.

 

Se dirigió a los corrales de los cerdos. Quería probar sus efectos en animales que tuvieran entre cincuenta y cien kilos de peso. Eligió un hermoso cerdo cubierto de pelambre dura y áspera. Le dio de comer con sus propias manos, por alguna razón  no la molestaba la saliva del cerdo, cualquier criatura era menos repulsiva para ella que los seres humanos.

 

La toxina resultó extremadamente fuerte, unas pocas moléculas bastaban para liquidar a un animal de 60 kilos.

Diluyó 30 centésimas de miligramo en 50 litros de agua y con ellos mató a más de la mitad de los animales del laboratorio.

Se entretuvo contemplando pacientemente cómo iban agonizando poco a poco.

 

Con el paso de los días descubrió que la toxina se degradaba al mezclarse en agua. Posiblemente producto de las sales disueltas. Al cabo de poco menos de dos semanas era totalmente inocua.

¿Sería suficiente tiempo dos semanas?

Virginia miró por la ventana al sol agonizante.

- Es pleno verano - se dijo estirando los brazos - ¿hace cuánto tiempo que no tomo vacaciones?

No lo recordaba. Su trabajo le fascinaba tanto que las vacaciones eran más una molestia que un privilegio. Aún así admitió que necesitaba descanso. Pensó que podría pedir un mes de descanso e ir a visitar a sus padres que vivían a más de cien kilómetros de ella.

- Les podría dar una agradable sorpresa - pensó.

 

No tuvo problemas en obtener su bien merecido descanso (así le dijo el director del laboratorio) de un mes.

Virginia guardó un poco de ropa en la maleta y la cerró. Contó su dinero, aún tenía que comprar el pasaje para ir donde sus padres.

Se miró al espejo y se arregló el cabello, había adelgazado un tanto desde que descubrió la toxina, de la cual sólo ella tenía conocimiento. Intentó ocultar el cansancio de su rostro con maquillaje y salió.

 

Eran las cuatro de la tarde y el calor era aplastante, la calle estaba llena de gente, lo cual era normal tratándose de la zona comercial, pero Virginia no podía contener su malestar. A empujones y codazos intentaba abrirse paso por aquella mar humana. Las personas con las que se tropezaba la miraban o le gritaban. Una chica la insultó, otro la mandó a la mierda. Virginia estuvo a punto de estallar de rabia, la descargó empujando a un niño hasta casi lanzarlo al suelo.

 

Agotada y sudando llegó a la terminal, compró rápidamente un pasaje para dentro de cuatro días y se dirigió a la salida. Vió personas ir y venir, respiró hondo y se sumergió en la mar.

 

Antes de partir, Virginia tenía que hacer una visita a otro lugar. Cosas del trabajo, pensó, en realidad nada importante. sacó otra botella de ginebra del estante.

- Esta es por tí mamá - dijo casi perdiendo el equilibrio.

Bebió de la botella como si se tratase de agua.

 

- Es un placer tener a una investigadora de su talla de visita con nosotros - le dijo el supervisor de la visita guiada a la planta de tratamiento de agua potable. A Virginia le pareció demasiado rastrero, especialmente por la forma en la que inclinaba la cabeza. Fingió una sonrisa y lo siguió con el resto del grupo. Para ella no le era difícil fingir, se había pasado una vida fingiendo que le agradaban las personas, o que por lo menos podía tolerarlas.

- Aquí - dijo el supervisor - es donde se tratan las aguas del caudal principal para hacerlas potables - los llevó sobre un puente metálico varios metros por encima de un río de agua a punto de ser tratada - cuatro millones de litros cúbicos por segundo - continuó gritando por encima del rumor del agua - después de haber sido filtrada de residuos más grandes que una décima parte de un grano de arena.

Cruzaron el puente y luego una puerta metálica. Del otro lado un inmenso tanque, también a varios metros por debajo de ellos, como un lago, contenía el agua recién tratada que se arremolinaba en su interior.

- Aquí el agua se mezcla con el cloro que llega a través de los tubos que se ven en el suelo - dijo el supervisor indicando la tubería a veinte metros más abajo - casi lista para ser distribuida a toda la ciudad. Ahora vengan por aquí.

Virginia vio cómo el grupo desaparecía por un oscuro pasillo. Recordó que el día siguiente debía tomar el bus que la llevaría donde sus padres. Miró alrededor. Estaba completamente sola, tampoco habían cámaras de vigilancia. Hizo una mueca de desprecio, se acercó a la baranda y sacó de su cartera una botella de agua mineral llena hasta la mitad. Virginia la miró con reverencia.

Doscientos mililitros de una solución de la toxina al 95%, un alto grado de pureza. Rápidamente desenroscó la tapa y vació todo el contenido en el tanque.

Volvió a guardar la botella en su cartera.

- ¿Serán suficientes dos semanas? - se preguntó.

Dos semanas para que la gente bebiera y cocinara con el agua, pensó ¿sería suficiente tiempo?

¿Cuántos habitantes tenía la ciudad?

¿cinco, seis millones?

Virginia sonrió satisfecha, se dio prisa para alcanzar al grupo.

 

 

 

 

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